De las anotaciones de Arien de Gaersûl
La
batalla contra el dragón fue tremenda. Elostyr
y tío Vardil no lo contarán. Otros
sin embargo aunque heridos vamos a poder narrar esta historia a nuestros
nietos. Ymir Dhûm fue una verdadera
trampa.
Porque mi padre no estaba con el dragón si no escondido o atrapado por
el Wraith. Después de comer el
corazón de Ragnarog seguimos bajando,
cada vez más. Llegamos hasta las Profundidades
del Mundo y fuimos atacados por los Sligns,
criaturas ya olvidadas del tiempo. Cuando apareció el espectro, ni siquiera nuestra
clérigo Trya Draconegro fue capaz de
expulsarlo. Yo no lo vi. Pero cuando regresé con Muscaria y con mi padre, Ignithor
yacía en el suelo, pálido y muy frío.
Lo
llevamos a una sala cuando nos deshicimos del guerrero espectral, al que Ori Khadûm llamó Ymir. Pero su alma, lejos de descansar en paz, se estaba
corrompiendo debido a la influencia del no-muerto.
Tuve
que decapitar y quemar el cadáver de mi propio hermano en presencia de mi
padre, que gracias a los dioses, en ese momento no reconocía a nadie.
Conseguimos salir de esa montaña más vivos que muertos.
En
el refugio de Ori nos estaba
esperando mi hermano Shelem, que tuvo
que dejar la empresa al resultar herido en una escaramuza. La muerte de Ignithor pareció afectarle menos que el
ver de nuevo a mi padre en su estado. Aunque ya parecía reconocer lo que le
rodeaba todavía no hablaba y estaba muy delgado y envejecido, su crecida barba
estaba poblada de canas y la suciedad le rebosaba por los poros. Apenas
podíamos reconocerle.
Era una sombra de aquel noble guerrero de Gondor que lucho mano a mano con el
mismísimo Senescal Cirion en Los Campos de Celebrant.
Celebramos un
pequeño funeral en memoria de los caídos, aunque como de costumbre a Danhir no parecía importarle demasiado y
hacia cuentas en un rincón.
Al
día siguiente recogimos lo más rápidamente que pudimos y nos fuimos de aquel
valle maldito. Tardamos varios días en salir de las Montañas Grises, siempre con el temor de ser descubiertos por orcos
u otras criaturas. Recuerdo que aquellos fueron los días más tristes de mi
vida, porque aunque caminaba al lado de mi padre, este permanecía en absoluto
silencio, apenas reconociéndonos. Echaba de menos a tío Vardil y a Ignithor, y
no podía sentir más que orgullo al mirar a Shelem
que parecía más muerto que vivo sin emitir ni una sola queja durante el viaje
de regreso.
Una
semana después llegamos a Valle,
asentada en la falda de la Montaña
Solitaria. Allí nos esperaba un mensaje del Tharan, un viejo mercenario enano que sirvió a mi padre en la
batalla de Los Campos de Celebrant.
Este comentaba que había tenido que marcharse y que fuésemos a Esgaroth, porque nos estaban esperando.
Esa misma noche tuvimos un desagradable encontronazo. En una de las guardias
alguien observando la calle desde una de las ventanas de la posada donde nos hospedábamos,
se percató de que nos vigilaban. Luego otras figuras salidas de la mismísima
noche acabaron rápidamente con nuestros vigilantes. Cuando bajamos a plaza a
investigar, solo encontramos ropas viejas y a un ladrón de Damburg que afirmaba ser el padre de la Clérigo. Sólo a Trya
pueden pasarle cosas así. Extraño sino.
Hilk Draconegro y
su tropa (por no llamarles otra cosa) nos escoltarían hasta la Ciudad del Lago. Allí nos esperaban
algunos Guardianes dedicados al
aprovisionamiento de un pequeño ejército mercenario liderado por Kerien Lanzafirme, pero cuya situación
no se nos revelaría de momento. El encuentro con Hilk pareció devolver a la vida a mi padre. El color volvió a su
rostro y un brillo en sus ojos delataba una notable mejoría. Pero parecía casi
un anciano. Al mirarme en un espejo descubrí que yo también. Mi padre tiene algo
más de 40, yo menos de 20.
El
invierno acababa de llegar, hacia demasiado frío para un sureño acostumbrado a
otro clima un poco más tolerante. La semana de viaje que aconteció fue un
infierno para mí. A veces deseaba que el dragón me hubiese incinerado debido al
tremendo frío que pasé. Aun así, si no enfermé fue gracias a los cuidados de Bernhard, el hermano de Trya. Es una extraña historia la de este
hombre. Es exacto a su padre Hilk, aunque
quizás más templado. Según me ha contado Shelem,
se ha recorrido la Tierra Media
buscándole y cuando lo encuentra, casi lo asesina. Definitivamente esta claro
que estos norteños tienen unas costumbres que difieren bastante de las
civilizadas formas de los hombres de Gondor.
Di
gracias al Gran Lector cuando vi los
campanarios de la Ciudad del Lago. Y
en cuanto pude quitarme esos instrumentos de tortura, que alguien piadosamente
llamó “botas congeladas”, me sentí como
el gran Curunir en la torre de Orthanc, en definitiva un hombre nuevo.
Allí en el Bogararzum (no sé si es la
forma correcta) nos esperaban algunos de los Guardianes más antiguos. Vi al
gran Tankard “El Cambiante”, a Perien “Señor de los Gatos”, a Shidar “El Caballero Rojo” y al padrino de Shelem, Klimt “Señor de los Perros”. Fue un extraño
cuadro ver a mi padre y a Hilk con
estas viejas glorias y me pareció estar viviendo una de esas historias que Vardil solía contarnos sobre héroes de
la antigüedad.
En
ese momento decidí volver a casa.
Estuvimos
15 días en Esgaroth, hasta que todas
las provisiones, herramientas y enseres fueron cargados en grandes carromatos
que sería transportados en barcazas hasta la orilla opuesta del lago. Esa noche
me despedí de todos. Fue un poco raro. Tenía la extraña sensación de estar
dejándoles en la estacada, pero a la vez sabiendo que era lo correcto. Es la
misma sensación de cuando hechizas a alguien y aunque notas que tu magia a
salido, la víctima resiste y te mira sin saber muy bien que estás haciendo.